El hombre solitario es siempre un sonido atroz que se escucha lejos, una nube negra superpuesta sobre nuestra ropa seca, un resplandor molesto que nos impide conducir. Alrededor se le proyectan voces y cuerpos tibios que exhiben sus sonrisas todos los días, brutales seres humanos que caminan por el asfalto deslumbrados por lo visceral, se desternillan de risa cuando ven a alguno que se quedó calvo porque le cayó un rayo.
Estas inefables acciones son producto del imaginario, de la otra parte de la carne y del hueso, la que nos regresa al mundo en el que somos una parodia de nosotros mismos.
La soledad es lo contrario, es la parte tangible de la realidad, el reflejo de uno después de roto el espejo y que nos advierte de lo terrible, de las astillas incendiadas que expele la casa, pero ambas partes son la misma moneda. A veces nos sudan las manos en el taxi, otras veces somos el mismo dolor.