Etiquetas
budismo, Dante, dioses, Hesíodo, Infierno, Infierno budista, la eneida, Swedenborg
Hacia el año 500 de nuestra era, los habitantes de Europa creían en una cosmogonía bastante distante de la que hoy en día se considera docta. Para el siglo XIII se entendía la geografía celestial como parte desentrañable de la vida humana y así, en 1304, Dante escribe el último verso de la Comedia y con ella comienza el florecer de una encantadora mitología que deriva sobre todo de las teogonías griegas y romanas desde el siglo VIII al I a. C. Hesíodo (700 a. C. aprox.) concebía la existencia como una penumbrosa gama de dioses y seres celestes, cada uno nacido del anterior y al mando de un lugar del mundo.
“Antes que todas las cosas fue Caos; y después Gea la de amplio seno, asiento siempre sólido de todos los Inmortales que habitan las cumbres del nevado Olimpo y él Tártaro sombrío enclavado en las profundidades de la tierra espaciosa; y después Eros, el más hermoso entre los Dioses Inmortales, que rompe las fuerzas, y que de todos los Dioses y de todos los hombres domeña la inteligencia y la sabiduría en sus pechos.” (Hesíodo, 2000)
Lo que en esta ocasión interesa es el inframundo, los infiernos sórdidos y tenaces que reprimían el odio con odio, el dolor con dolor. Hacia el siglo I a. C, Publio Virgilio Marón (70 a. C. – 19 a. C.) escribe quizá la epopeya más importante e influyente en los siglos subsiguientes para el hemisferio occidental: La Eneida. El doloroso viaje de Eneas, héroe del Imperio, es atravesado por el implacable inframundo de interminables montañas y ríos oscuros donde las almas y los cuerpos vagan eternamente en busca de un mínimo júbilo que les libere de aquel inefable ardor incorpóreo que no terminará (no lo saben) jamás.
Aquí la entrada de Eneas:
“Nacido de la sangre de los dioses, troyano hijo de Anquises, el descenso al Averno es fácil: la puerta del negro Plutón está abierta día y noche; pero volver atrás y salir de nuevo a las brisas terrenales, eso es lo difícil… Sólo unos pocos, hijos de dioses, a los que Júpiter favorable amó o a los que su ardiente valor elevó hasta el cielo pudieron.” (Virgilio, 1978)
La eternidad es manejada de forma harto interesante en las cosmogonías planetarias. Como se puede leer en distintas epopeyas y tratados cosmogónicos, las almas humanas son vestigios apenas de su corporeidad, y a la vez, el núcleo incesante de la existencia. Nada se compara con la magnificencia del mundo infernal: la sangre, el fuego, el hielo, la tierra, los huesos, las madres y los ancianos mutilados. Todo converge en esta concepción metafísica de los muertos. El estadounidense Frank Belknap Long, en su cuento Los Perro de Tíndalos entendió este espacio como una cuarta dimensión en donde la eternidad se manifestaba en la proyección de todos los sucesos a un tiempo. Todo se percibe simultáneamente, todo se ve a la vez y desde todos los ángulos posibles, se es parte de las billones de vidas que han existido. (Long, 2005).
Jorge Luis Borges, entendía que los muertos se derraman en su propio tiempo, en su infinito mundo de arena (que es tiempo). El alegórico instrumento con el que se mide el tiempo es el que decanta la vida de los muertos:
No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito.
Y con la Arena se nos va la vida (Borges, 1960)
Borges además estudió profundamente la cosmogonía del Budismo Tibetano, éste, a diferencia de lo que muchos creen, no pretende acarrear a sus seguidores hacia una vida en que el hierro y el fuego sean quienes sostienen la validez de la religión, al contrario, uno puede ser cristiano, judío, musulmán, ateo y aun así puede ser budista. Las otras religiones –dice Borges– exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas que la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Alá y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió o, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de referirla. (Borges, El Budismo, 1976).
El Budismo tibetano cuenta 16 infiernos, 8 de ellos gélidos y 8 ardientes. Todos posicionados debajo del espacio en el que habitamos, en un inframundo concebido en forma concéntrica. Esta vez conoceremos uno ardiente, el Infierno de Bronce: a este lugar están destinados quienes han sido seres infernales, injustos, mundanos. Hay que considerar que para el Budismo, el peregrinaje en la vida lo hace el alma que transmigra en formas diferentes. Esta transmigración verá su fin cuando el alma -en su forma humana- alcance la liberación o Nirvana. En el Infierno de Bronce se desarrolla el castigo como nos dice Borges:
“El juez de las Sombras habita en el centro de los infiernos y pregunta a los pecadores si no han visto al primer mensajero de los dioses (un niño), al segundo (un anciano), al tercero (un enfermo), al cuarto (un hombre torturado por la justicia), al quinto (un cadáver ya corrompido). El pecador los ha visto, pero no ha comprendido que eran símbolos y advertencias. El Juez lo condena al Infierno de Bronce, que tiene cuatro ángulos y cuatro puertas; es inmenso y está lleno de fuego. Al fin de muchos siglos una de las puertas se entreabre: el pecador logra salir y entra en el Infierno de Estiércol. Al fin de muchos siglos puede huir y entra en el Infierno de Perros. De éste, al cabo de siglos, pasará al Infierno de Espinas, del que regresará al Infierno de Bronce.” (Borges, El Budismo, 1976)
El escritor argentino nos muestra también el último infierno que estudiaremos. Es el concebido por el teólogo sueco y súbdito esencial del Rey Carlos XII Emanuel Swedenborg (1688-1772) quien entendía (como cristiano) que las cosmogonía constaba del mundo de los vivos, el cielo y el infierno, pero después de bastos estudios hermenéuticos de la biblia y una –lo dice Swedenborg– visita al mundo de los ángeles y los demonios afirma que el recién fallecido, en un principio, no se percata de su muerte pues todo lo ve igual. Esta inconsciencia empieza a desaparecer pues todo lo que le rodea –sus amigos, sus pertenencias, su casa– empieza a volverse etéreo. En cierto punto el muerto es puesto a su disposición entre los ángeles y los demonios, habitantes del Cielo y del Infierno. Su destino será elegido por él mismo, conversará con los ángeles y si sus conversaciones son inentendibles, banas o aburridas su lugar será en el Infierno; si sucede lo contrario irá al Cielo. Borges nos explica este infierno:
“Swedenborg cuenta que un rayo de luz celestial cayó en el fondo de los infiernos; los réprobos lo percibieron como un hedor, una llaga ulcerante y una tiniebla.
El Infierno es la otra cara del Cielo. Su reverso preciso es necesario para el equilibrio de la creación. El Señor lo rige, como a los cielos. El equilibrio de las dos esferas es requerido para el libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el bien, que mana del cielo, y el mal que mana del infierno.” (Borges, Borges Oral, 1975)
A modo de conclusión se podría afirmar que la humanidad, desde sus vestigios de actividad, ha concebido al mundo como un espacio pasajero. Es siempre, sin distinción de religiones, el mundo de Dios (sea el cielo o el infierno) el último peldaño por el que atraviesa la vida. Borges muestra una fascinante gama de infiernos floridos e inimaginables, los griegos antiguos basan su mitología en cierto orden jerárquico de las cosmogonía, y las diversas mitologías mundiales no han hecho más que magnificar, acaso humanizar (pues lo humano es lo más hermoso) el inframundo. Todo aquello que existió, todo lo que existe y acaso existirá –entendía Borges– es tiempo.
Bibliografía.
Borges, J. L. (1960). El reloj de arena. In J. L. Borges, El Hacedor (p. 113). Buenos Aires: Emecé.
Borges, J. L. (1975). Borges Oral. Buenos Aires: Alianza Editorial.
Borges, J. L. (1976). El Budismo. Buenos Aires: Emecé.
Hesíodo. (2000). Teogonía. Madrid: Biblioteca Básica Gredos.
Long, F. B. (2005). Los Perros de Tíndalos. In H. P. otros, Los Mitos de Cthulhu (p. 212). Salamanca: Alianza Editorial.
Virgilio. (1978). La Eneida. Barcelona: Bruguera.