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– ¿Te acuerdas, Piotr, de ese cuadro de Magritte que vimos en la calle? Ese de los 143 hombres que vestían gabardina negra.
–No.
–¿No? Entonces es probable que no entiendas lo que te voy a decir.
Así comenzó su intervención en la calle Cotopaxi esa tarde que llovía a cántaros. Curiosa expresión esta de “que llovía a cántaros”. Fueron realmente palabras de Sophia, pero cuando recreaba el óleo de Magritte en mi cabeza y le decía que no, pensaba en toda la miscelánea de datos que alguien como yo pudiera saber a cerca del Golconde de René Magritte. ¿Acaso ella sabía que el Municipio de Quito me encargó telefonear al Museo Menill en Houston, Texas para rogarles que nos enviasen en avión un réplica autorizada del Golconde para ser expuesta al aire libre en las calles Amazonas y Roca? Yo pensaba entonces en los cántaros. Hace unos dos años abrí el cuarto tomo de una Enciclopedia editada e impresa en Barcelona el siglo pasado. Entre aquella nomenclatura tan académica hallé que un cántaro –que fonética tan hermosa y extinta– es una vasija de barro con una oreja inventada por los antiguos sumerios para llevar la contabilidad del agua y el vino, equivalente a unos diez litros de líquido. Así, un cántaro desde entonces se convirtió para mí, en un recipiente capaz de dejar caer inmensas cantidades de agua lluvia sobre las ciudades.
–Pongamos que me acuerdo del cuadro. ¿Qué es lo que me vas a decir? –Le dije
–Te iba a decir que mañana me voy a Bruselas.
– ¿Y que tienen que ver esos 143 cántaros con que vos te vayas a Bruselas?
– ¿Cuáles cántaros huevas? No te digo que eran hombres con gabardina.
–Sí. ¿Qué tienen que ver los 143 hombres que visten gabardina?
En ese preciso momento empecé a preguntarme ¿cómo carajo es que ella sabía que eran 143 los hombres que aparecían en el cuadro, acaso los había contado uno por uno, o habrá dicho cualquier número para expresar que son muchos más de los que cualquiera espera ver expuestos en un cuadro? Pensé en Magrette, en los posibles 143 sombreros que Sophia olvidó mencionar, en que la madre del pintor había sido sombrerera y su padre un sastre, pensé en el surrealismo y en mi amigo Salomón que una vez me había hecho notar que en un cuadro que pintó Gustav Klimt había 97 flores amarillas y 72 flores blancas. ¿A quién se le ocurre contar las flores y los hombres en gabardina de los cuadros? Por lo que decidí quedarme con la teoría de que Sophie –así le decía a veces, otras veces Sophi– había contado uno por uno a los hombres con sombrero y gabardina del cuadro de Magrette.
–Fíjate que tiene que ver muchísimo.
– ¿Ah si? Cuéntame.
–Magritte nació en Bélgica y yo me voy ya mismo a Bruselas. Ese cuadro tiene –creo yo– que ser inspirado en algún lugar de Bruselas.
– Eso puede ser cierto, pero aun no me dices por qué te vas a Bruselas.
–Me voy a estudiar. Ya está decidido, voy a ser historiadora del arte.
–¿Y por qué en Bruselas?
–Porque es el mejor lugar para estudiar eso.
Evidentemente había investigado bastante para saber que Bruselas era el mejor lugar para estudiar historia del arte. Cuando pensaba en esto fue cuando comenzó a llover con mayor intensidad.
–Qué cochino aguacero –dijo ella tomándome de la mano.
No dije nada y seguía pensando. Esta vez lo único que me cruzaba por la cabeza era el Golconde. Acaso un tipo como Magrette pintaría a propósito 143 sujetos que levitan. Acaso sería aleatorio el hecho de que todos y cada uno de los 143 hombres llevara un sombrero y una gabardina, siendo su padre un sastre y su madre una sombrerera.
–Ya pues di algo – me dijo.
–¿Sabías que Magrette encontró a su madre pocos minutos después de que ésta se haya suicidado, y que tenía puesto un pañuelo en su rostro?
–No, ¿quién quiere saber eso?
–Ahora que te vas a Bruselas es bueno que lo sepas
Duele menos la vida cuando se es parte de ella. Cuando mi Sophie me dijo que no le parecía útil saber que la mamá del pintor se había matado y que éste la encontró instantes después del acto, me di cuenta –hay ciertas expresiones del castellano que deberían ser simplemente erradicadas y sustituidas por alguna de otro idioma que suene mejor, en este caso me encantaría decir I realiced– que me estaba extendiendo una invitación.
–De nada me va a servir en Bruselas saber eso– dijo mientras apretaba su oreja contra mi pecho
–Así por lo menos podrás conversar con alguien de allá.
–Ven a las 22:00 a mi casa. Así te explico bien.
La inteligencia superlativa de mi querida Sophi me aterraba. Cuando la vi irse caminando por la calle Cotopaxi esa tarde pensé muy deprisa en los cántaros, en la expresión “llueve a cántaros” en los 143 hijueputas del óleo de Magrette, en los 4 lunares que tenía ella en la zona izquierda de las costillas.
A eso de las 23:40 terminé de subir las 169 escaleras del edificio de diez pisos en el que vivía ella. Efectivamente conté cuántos escalones había desde el primer piso hasta el piso de Sophie. Recuerdo que Borges una vez dijo que las personas que acarician a un animal mientras éste duerme, esas personas están salvando al mundo. Consideré que mi ejercicio de contar los peldaños y el de ella de contar los hombres de gabardina negra y sombrero eran infinitamente superiores al que Borges había mencionado tantos años antes. Nosotros sí estamos salvando al mundo.
Cuando abrí la puerta del departamento de Sophie, ella estaba sentada en suelo, tuvo que haberse desecho ya de sus muebles porque no había nada más que su cuerpo y unos pocos utensilios sobre un tapete púrpura.
–Ya llegué, Sophi.
–Ven, siéntate.
Cuando me senté junto a ella noté en la oscuridad que estaba completamente desnuda y tiritando.
– ¿Por qué no cierras la ventana? hace frío
–Mira, ahí está el cuadro de Magrette.
La única luz que había en el lugar estaba posicionada de tal manera que alumbrara aquella mala réplica del Golconde.
–Ahí están los 143 hombres– dijo mientras llevaba mi mano a su mejilla, como para poder sustituir el sentido de la vista por el del tacto.
–Siempre que veo ese cuadro pienso que todos esos hombres deberían llevar un paraguas.
– ¿Y eso por qué?
– Porque son quienes sostienen los cántaros para que llueva.
– ¿Sabías que los cántaros son vasijas de barro? Lo que dices tiene sentido porque cuando llueve a cántaros debe haber alguien que manipule los recipientes.
Atravesando esa oscuridad que nos envolvía, giré la mirada hacia su cara. Ella ya había tomado un vaso y se lo estaba llevando a la boca. Después de apurar el líquido verde claro sentí que sus labios besaban los míos y se deslizaban hacia mi barbilla. Su mano ya no apretaba la mía. Cuando su cuerpo cedió miré los cuatro lunares, miré los dedos de sus pies aun con un rezago tembloroso, miré de reojo al óleo y noté que los 143 hombres de Magrette eran en efecto 143. Utilicé el tapete púrpura para cubrir su cara blanca. Miré otra vez al suelo y tomé con la otra mano el vaso que aun estaba lleno.
Piotr.